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Premio Gaudí de Poesía y Narración Corta 2003

SEGUNDO PREMIO DE NARRACIÓN CORTA

 


HISTORIAS DE OTROS TIEMPOS...

Onax Capdevila estaba sentado enfrente de la chimenea de su despacho. Fumando uno de los cigarros que tanto le gustaban, empezó a disponerlo todo mentalmente.
Esta era la parte con la que más disfrutaba, le gustaba jugar con las personas, sin piedad si hacía falta, con tal de conseguir sus propósitos. Él procuraba ir un paso por delante de sus competidores, guardando un as en la manga por lo que pudiera pasar. Siempre había sido así, y así sería hasta el día que decidiera abandonar la ciudad.
Hacía tiempo que venía meditando esta idea. Con el cambio de siglo se había dado cuenta que la agitada y próspera ciudad que le había hecho rico, se estaba quedando un tanto atrás. Había otros lugares, otros continentes, nuevos mundos que crecían a ojos vista, mundos por conquistar, y entre ellos Nueva York se perfilaba en el horizonte como una nueva ciudad de los prodigios. La idea de establecerse allí, le empezaría a rondar por la cabeza casi al mismo tiempo que la de hacerse un hueco en la industria cinematográfica. No sería hasta algunos años después cuando, gracias a su inmensa fortuna, la enigmática actriz Serena Lumière alcanzaría la fama y un reconocido prestigio mundial. Mientras tanto, su primer plan empezaba a adquirir consistencia.
Onax sentía una gran admiración por el arquitecto. Sus obras habían crecido por toda la ciudad, y la ciudad había crecido con ellas. La innovación de sus creaciones frente a los encorsetados gustos de la sociedad burguesa de entonces, le hacían aparecer ante sus ojos como un rebelde, alguien cuya imaginación y genialidad lo apartaban de la mayoría. Alguien como él, un igual. Es cierto que por aquel entonces Barcelona contaba con grandes y prolíficos arquitectos, que estaban consiguiendo transformar aquella ciudad sucia y bulliciosa, anterior a la demolición de las murallas, en una urbe moderna, equiparable a cualquiera de las grandes capitales europeas, dotándola de un encanto especial y cierto aire singular del que otras carecían. Pero ninguno de ellos le interesaba. Cuando Onax Capdevila deseaba algo, buscaba lo mejor. Y lo mejor en este caso era el arquitecto de la Sagrada Familia; Antoni Gaudí.
Hacía ya varios años que en secreto, deseaba poder encargarle su propia casa. Su manera de imaginar los edificios le había fascinado desde los tiempos en que viese como se levantaba el magnífico palacio de don Eusebi Güell en la calle del Conde del Asalto, no muy lejos de los terrenos de la Ciudadela y de la infecta pensión en la que vivía por aquel entonces. Había incluso meditado la idea de comprar una de las parcelas que se ofertaban en el park Güell, con el propósito de que el arquitecto construyera allí su residencia. Era una manera de cumplir dos objetivos de una vez, conseguir el sueño de habitar en una casa proyectada por Gaudí, y además ganar puntos en su afán por escalar posiciones en la sociedad barcelonesa. Pero su instinto para los negocios le alertó a tiempo. Una serie de razones le hicieron pensar que no llegaría a ser una buena adquisición. Lamentablemente no se equivocó. Quizás lo apartado de la ciudad jardín, y los continuos disturbios que no cesaban, hubieran terminado convirtiendo el park Güell en un "ghetto" para personas adineradas. O bien podría ser que la sociedad barcelonesa no estuviera preparada para un planteamiento tan moderno. Lo cierto es que al final sólo llegarían a vivir allí tres familias: la de don Eusebi Güell, quién se trasladaría desde su babilónico palacio en la parte vieja de la ciudad; el abogado don Martí Trías (a quién Onax conocía de vista, ya que en alguna ocasión había sido contratado por su suegro para asesorarle en diversos asuntos), y el propio Gaudí, que terminaría adquiriendo la casa de muestra. Nadie más se arriesgó a instalarse allí.

Con aspereza, Onax Capdevila aspiró el humo del cigarro, como queriendo apartar de su mente cualquier pensamiento innecesario, y mirando fijamente el fuego que ardía en la chimenea volvió a centrarse en el tema que le ocupaba. Los dos americanos ya estaban alojados en un lujoso hotel de la ciudad. Habían acudido prestos al requerimiento que el influyente hombre de negocios les había hecho. Este, tenía algunos contactos en América; antiguos jefecillos de bandas locales, individuos que con menor fortuna que la suya, se habían visto obligados a emigrar a los Estados Unidos, con la aviesa intención de que sus nombres se olvidaran por un tiempo, a la par que los prósperos negocios que el gran continente prometía, cambiaran su suerte. Onax, como de costumbre, desde el momento en que la idea había empezado a tomar forma en su mente, se había estado obsesionando con ella. Así le solía ocurrir a menudo, casi siempre con excelentes resultados.
Desde que llegase a Barcelona, allá por los días de la Exposición, su fortuna se había visto incrementada notablemente, convirtiéndole en el hombre más rico de España y uno de los más ricos de Europa.
Su manera de gastar el dinero a manos llenas, y el poder que este le otorgaba, habían dado como resultado que fuera una de las personalidades más envidiadas por aquellos días. En los distinguidos salones burgueses (de los que también él era socio), donde se daban cita los prohombres de la ciudad, su imparable trayectoria era digna de respeto y admiración, dando a la vez lugar a numerosas controversias. A Onax Capdevila se le toleraba y se le temía; pero nadie olvidaba su pasado oscuro y sus orígenes humildes. Él sabía que nunca sería aceptado plenamente en los círculos más exclusivos, aunque frecuentemente recurrieran a él debido a sus contactos y su fortuna. Esta certeza y el hastío que empezaba a producirle la carencia de nuevos retos empezaron a gestar en su cabeza un cambio radical de manera de vivir.
A Capdevila aún se le podía considerar un hombre joven. Los años transcurridos habían marcado su persona con el halo de distinción que otorgaba el ser cliente de los mejores establecimientos europeos. Su mujer y sus hijos ya no le importaban apenas y la idea febril que le consumía las horas y le robaba el sueño, era la de abandonarlos, conseguir una nueva identidad y empezar otra vida, lejos de allí. Llegado el caso no sería difícil hacerse pasar por muerto, para desaparecer después del país, ocultándose bajo otra personalidad. La ciudad era un hervidero de tensión en aquellas fechas, y una ola de atentados invadía Barcelona. Varios artefactos explosivos habían estallado en la zona del puerto y en el mercado de La Boquería, causando algunos muertos y numerosos heridos. Él sólo tenía que hacer creer que se encontraba en uno de estos lugares cuando sucediera un desastre. No sería difícil, poseía los contactos adecuados y el dinero necesario para hacerlo efectivo. Y también, porque no decirlo, el número de enemigos suficiente como para que la patraña resultara creíble. En alguna ocasión anterior ya había sido necesario actuar así para salvar a algún pez gordo de sus hostigadores.
Sin embargo, el siguiente punto le parecía más difícil de conseguir. Difícil, pero no imposible.
Para Onax Capdevila que había llegado a Barcelona allá por 1887, apenas con algunas monedas en el bolsillo, y que pensaba abandonarla veinte años más tarde convertido en la persona más acaudalada y una de las más influyentes (no ya de la ciudad sino del país entero), la palabra imposible no existía. Su idea de establecer un imperio hotelero en Estados Unidos podía hacerse factible. Quería crear el mayor rascacielos del mundo y convertirlo en una atracción única, en un gran hotel. Él sabía muy bien donde estaba el dinero. Los grandes negocios se hallaban en los nuevos inventos que seducían al mundo, y en las mastodónticas construcciones que surcaban el cambiante perfil de las metrópolis que crecían con el nuevo siglo.
Nueva York sería la urbe por él elegida, erigida en estandarte de los vertiginosos ingenios que estaban por llegar. Allí dejaría Onax Capdevila su impronta, como anteriormente lo hubiera hecho en Barcelona.


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