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Premio Gaudí de Poesía y Narrativa Corta 2003

SEGUNDO PREMIO DE NARRACIÓN CORTA

HISTORIAS DE OTROS TIEMPOS, 2

Una cálida y soleada mañana del mes de mayo el carruaje se detuvo frente a las puertas del templo. El jovial grupo descendió, siendo recibidos por el propio arquitecto en persona. Cortésmente habían anunciado su llegada con anterioridad, mediante un par de misivas que Onax Capdevila se había ocupado de redactar, nada aclaratorias, y sin embargo bastante sugestivas. Los dos americanos se encontraban en ruta por Europa, habían visitado varias ciudades españolas y finalmente sus intereses les habían obligado a desplazarse hasta Barcelona. Llevaban en la ciudad un par de semanas. No venían solos por supuesto, les acompañaban otros dos caballeros, que parecían ser catalanes, y dos amables señoritas. De toda la comitiva, quién sin duda llamó la atención de Gaudí sería una de las jóvenes; una grácil criatura de pelo largo y rojizo. Su nombre era Joaquina Caballol.
El arquitecto no dudó en atender al grupo solícitamente. Durante un paseo por las obras de la Sagrada Familia, percatándose de la incierta cultura religiosa de los visitantes extranjeros, aprovecharía para darles una explicación pormenorizada, casi una lección, de la compleja simbología que decora la fachada del Nacimiento. Y más de una vez consiguió hacer sonreír a las muchachitas, mientras les ilustraba sobre el procedimiento empleado para sacar moldes de yeso de tamaño natural de algunos de los animales en aquel lugar representados. La anécdota más original y graciosa, resultaría ser la del asno del grupo escultórico que representa La huida a Egipto. Este animal fue comprado a una mujer que diariamente pasaba por delante del templo pregonando su mercancía; transportaba tierra para pulir cazuelas. Enseguida llegaron a un acuerdo, entrando la burrita a formar parte del grupo de trabajo del templo, por lo que después de rasurarla por completo, de aplicarle aceites y embadurnarla de yeso, hubieron de colgarla en alto, sujeta por una lona bajo el vientre. Aún así la pobre bestia no dejaría de patalear en ningún momento, salpicando a todos los allí presentes, hasta que finalmente el yeso se secó.
También les refirió otras divertidas historias, en las comentaba que para realizar ciertas figuras de la fachada como San José, la Virgen, Herodes y demás, había necesitado contar en más de una ocasión con la ayuda de vecinos que le habían servido de modelos, e igualmente, más de un visitante de la Sagrada Familia; ilustre o no, había quedado inmortalizado en piedra, para asombro propio y regocijo de sus acompañantes. En este punto de la conversación las dos jovencitas ligeramente sonrojadas, sonreían, miraban al suelo, y se daban codazos, dando a entender que no se mostrarían muy reacias a servir de modelos al señor Gaudí.
Más tarde les acompañaría a la cripta, explicándoles las modificaciones que había decidido efectuar cuando se hizo cargo de la edificación del templo. Les habló de la trascendencia y la envergadura de semejante obra, de la esencia y perdurabilidad de la misma, de lo que significaba para la ciudad y para él. En pleno siglo veinte, se estaba construyendo una catedral a la manera de las antiguas construcciones de la edad media.

Antoni Gaudí no había sido el arquitecto que iniciara las obras y era consciente que tampoco sería él quién las terminara, sin embargo desde el principio, el templo de la Sagrada Familia se convirtió en su proyecto más ambicioso, el que le absorbiera completamente, al que había dedicado ya veinticinco años de su vida y al que consagraría otros dieciocho años más, antes de abandonar la que sería su obra magna, para siempre.
Los visitantes le escuchaban complacidos. Los americanos de vez en cuando formulaban alguna pregunta, que era traducida prestamente por una de sus acompañantes; la jovencita del cabello rojizo. Gaudí hablaba un correctísimo francés, en el que se hacía entender por los extranjeros de la mejor manera que podía, pero como no tenía la más mínima idea acerca de la lengua anglosajona, no tuvo más remedio que ser ayudado en las traducciones por dicha joven, la cual pese a su edad, resultó ser una estudiante muy aventajada.
Finalmente el arquitecto animaría a los caballeros a visitar las torres, que se elevaban ya por encima de cincuenta metros. Mientras tanto, las señoritas, un tanto reacias a ascender a las alturas, fueron recibidas por uno de los jóvenes ayudantes de Gaudí, el arquitecto Jujol, quién con su proverbial cortesía las acompañaría en su paseo por el resto de la obra. Las llevo hasta el taller del arquitecto, y como quiera que gozase de un talento innato para el dibujo, en un santiamén esbozó un retrato de las damitas, a las que obsequió ante su ruborizada mirada.
Al descender de las torres, reunido de nuevo el grupo, Gaudí saldría para despedirles a la entrada del recinto, como solía acostumbrar con las visitas importantes, no sin antes concretar una cita para el día siguiente, en la que les invitaba a conocer las obras de la casa Milá, entonces en construcción. Él mismo les serviría de cicerone en el recorrido, y de esta manera podrían continuar tratando el interesante tema que les había llevado hasta allí.

Los magnates americanos no disimulaban su optimismo. El primer contacto con Gaudí hacía presagiar que llegarían a un buen entendimiento. Ahora debían adelantar a Capdevila los acontecimientos y recibir nuevas instrucciones, por lo que habían de reunirse con él en un lugar secreto, fuera del alcance de miradas indiscretas. No querían dar lugar a posibles murmuraciones que pudieran dar al traste con sus planes. Por ello, se despidieron de las dos jóvenes, acompañándolas hasta la parte antigua de la ciudad, cerca de la calle Portaferrisa, donde la madre de Joaquina era propietaria de la boutique de sombreros más chic de todo Barcelona.
Josefa Moreu, a quien sus amigos llamaban afectuosamente Pepeta, había abierto el negocio poco después de la muerte de su segundo marido, Josep Caballol, el que fuera padre de sus cuatro hijos: Bienvenido, Teresa, Ignacio y Joaquina, la menor. Aunque su situación económica no era mala, en un principio el hecho de encontrarse sola con cuatro niños pequeños fue un poco descorazonador para Pepeta. Pero ella era una mujer que se crecía ante los infortunios, una luchadora nata. Supo reaccionar valerosamente contra la adversidad como anteriormente ya hubiera tenido ocasión de demostrar, siendo aún una niña, cuando el canalla de su primer marido (del que luego supo que ya estaba casado en Buenos Aires), la abandonó a su suerte en Orán, embarazada y sin un céntimo. De aquella situación conseguiría sobrevivir tocando el piano en los tugurios portuenses, mientras reunía el dinero y el valor para escribir a su familia pidiendo ayuda.
Este episodio de su vida se hallaba muy lejano ya, pero cuando lo recordaba, no podía evitar que la embargaran emociones tan dispares como la soledad y la ternura. En aquellos meses de triste deambular conocería buenas personas; mujeres libertinas, hombres rudos y curtidos que se apiadaron de ella, de su juventud y sus circunstancias, ayudándola.
Pero aún tenía cicatrices imborrables. A su regreso a España la muerte del niño, con tan sólo tres años, producida por la difteria, fue el triste epílogo de aquella primera juventud de Pepeta. En aquella ocasión hubo de reinventarse como mujer, como habría de hacerlo varias veces más a lo largo de su dilatada vida.

Por fortuna, la sombrerería resultó ser todo un éxito, y además de un negocio próspero, el establecimiento se convirtió en lugar habitual de reunión de las más selectas damas barcelonesas. Mientras se probaban los últimos modelos llegados de París, mientras elegían cintas, plumas, adornos y pasamanerías, comentaban entre ellas los últimos chismes de la decadente sociedad burguesa; chismes que hacían palidecer de envidia a algunas, y enrojecer de pudor a otras.
Aunque Pepeta Moreu seguía siendo la propietaria, ya no se la podía encontrar a diario en la tienda, como al principio. Bien es cierto que echaba de menos el contacto de todos los días con sus clientas y amigas, pero desde que algunos años atrás volviera a contraer matrimonio en terceras nupcias, había decidido, sabiamente sin duda, dedicar la mayor parte de su tiempo a su esposo y a sus hijos.
Pepeta tuvo la suerte de encontrar en Joan Vidal, un talentoso hombre de negocios, a la persona que había estado esperando durante muchos años. Desde luego, no podría decirse que se trataba del más apuesto de sus tres maridos, pero sí era el que había sabido llenarla de felicidad.
Este hombre la adoraba, y supo convertirse en un excelente padre para sus cuatro hijos.


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