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Gaudí: El Último Aliento

4ª Parte

Por: Ana María Férrin


El doctor Prim no se había equivocado al suponer que el público llegaría en masa a interesarse por el arquitecto. Incluso cuando vaticinó que los periodistas acudirían solicitando información estaba en lo cierto. Y eso que hasta un par de días antes nadie hubiera imaginado que otra noticia podía desplazar al combate de boxeo, celebrado el 18 de mayo en la Monumental de Barcelona, donde Paulino Uzcúdum se proclamó campeón de Europa de los pesos pesados monopolizando la información varias semanas. Aún más. A partir del 9 de junio, al natural movimiento del barrio se añadió una insólita aglomeración de militares, inquietos por el Real Decreto del general Primo de Rivera que anulaba los ascensos extraordinarios del arma de Artillería, un tema sólo concerniente al Ejército, pero mal gestionado, que acabó embarullándose y arrastrando reacciones violentas, acuartelamientos y detenciones. El relevo informativo a esos temas se iba gestando en un titular, esta vez con el sello de la sensibilidad y el sentimiento para impactar de tal manera en todos los estamentos de la ciudad que borró durante tiempo y tiempo todo lo que no fuese referente a Gaudí.

Las Ramblas hervían de soldados. Entre ellos, el poeta y periodista Melchor Font que, llamado a filas y vestido de uniforme, descubría para el diario La Publicitat el irreversible estado de Gaudí. Se había enterado de que la consulta matinal había reunido en la habitación del enfermo a los médicos que cubrían todo el espectro de las lesiones y que por desgracia los diagnósticos coincidían en un pesimismo general. Acudieron entre otros los especialistas en vías respiratorias y cardiología, los doctores Freixas y Esquerdo. Un neurólogo del dispensario, el doctor Barraquer; los doctores en cirugía Corachán y Ribas i Ribas y el doctor Gallard, de medicina interna. Pero no sólo ellos pasaron a visitar al enfermo; la totalidad del cuadro médico del hospital mas los estudiantes internos rivalizaron en sus cuidados al paciente.

Humedad relativa: 60 por ciento. Cielo sin nubes. Temperatura: 22° C. Jueves, 10 de junio de 1926. La cuba del riego trazaba una cinta plateada sobre los adoquines de la calle del hospital, entre la acumulación de edificios notables, hospitales de piedra y conventos dorados. Por la ventana entraba el Sol del amanecer y se escapaban los tenues gemidos de Gaudí:

— Déu meu! Déu meu!

Le acompañaban en ese momento su sobrino Francesc Bonet y el sacerdote Gil Pares. Alarmados por la creciente agitación del enfermo avisaron al médico de guardia, el mismo doctor Prim que lo había reconocido la noche del ingreso, quien le examinó confirmando la impresión de que estaba entrando en la agonía. Es aventurado afirmar si Gaudí fue consciente o no del dolor padecido en sus últimas horas, pero al añadírsele un fallo renal a sus fracturas óseas, la asfixia y las nauseas vinieron a unirse a todo el cuadro derivado del accidente. A respirar le ayudaban los médicos aplicándole oxígeno, que él rechazaba con un «¡Dejadme!» en cuanto remitía la crisis de ahogo. Todos presentían que el final era inminente.

A media mañana llegó el obispo, doctor Miralles, con la intención de compartir las oraciones del enfermo, pero un hipo agónico atacó a Gaudí impidiéndole articular palabra, por lo que el prelado se limitó a darle su bendición y abandonar la estancia. Los presentes iniciaron las oraciones de la buena muerte y a pesar de que parecía ajeno a todo estímulo después de remitir los agotadores espasmos, algún atisbo de lucidez debía quedarle a Gaudí, porque al final de la primera plegaria les sorprendió susurrando:

— ¡Amén!

Los rezos se terminaron y el enfermo volvió a sus periodos de paz, que alternaba con otros de ahogo respiratorio. A primera hora de la tarde su corazón empezó a fallar y los médicos comprobaron con pesimismo sus constantes. Los acompañantes reunidos en la antesala coincidían en un mismo tema, reconocían lo mucho que la ciudad debía al arquitecto y hubo quienes propusieron iniciativas diversas. ¿Erigir un monumento que perpetuara su memoria? El industrial Pere Mañach, relacionado con Gaudí y Jujol y primer marchante de Pablo Picasso, lanzó a los jóvenes arquitectos presentes la idea de reunir toda la documentación posible, materiales de estudio, etc., para crear el germen de una escuela gaudinista. En esa hora difícil para los amigos, otros profesionales no se distraían y hacían su trabajo. El periodista Melchor Font recogía anécdotas y encargaba a César Martinell un artículo para la última edición del diario La Publicitat. Martinell se acercó al lecho para dar un último adiós al maestro y aunque sabía que la muerte era inminente y lo que pretendía hacer —escribir la nota necrológica— era para honrar su memoria, al comprobar que Gaudí aún vivía, con los ojos azules fijos y el pecho siguiendo el ritmo entrecortado de la respiración, se sintió sobrecogido por la duda. Con la glosa mortuoria ¿no se estaría adelantando a los acontecimientos?

A eso de las cinco de la tarde y en el transcurso de breves momentos, el rostro de Gaudí pasó de una extrema palidez a un sonrosado vital que alegraba sus mejillas. Parecía reaccionar ante la proximidad de la muerte sonriendo y mirando a quienes le rodeaban, como si les reconociera. Fueron unos instantes que precedieron al adiós definitivo en el que Antonio Gaudí abandonó este mundo musitando:

— Déu meu! Déu meu!

Eran las 17.05 del jueves 10 de junio de 1926. Los acompañantes, apiñados entre el pequeño cuarto y la sala adjunta, eran entre otros el doctor Alfons Trías, uno de los tres habitantes del Parque Güell junto a Eusebio Güell y el propio Gaudí, y los arquitectos Lluís Bonet Garí, Josep Francesc Ráfols Fontanals, Isidre Puig Boada, Pelayo Martínez Paricio, Ángel Truno, César Martinell Brunet, Bonaventura Conill y Domènech Sugranyes. Gaudí había expirado rodeado por los que verdaderamente eran sus amigos. Una vez comunicado su fallecimiento a las autoridades varios mecanismos se pusieron en marcha alrededor de sus restos.

Joan Matamala recibió de la Junta de la Sagrada Familia el encargo de obtener la mascarilla mortuoria. El escultor era un hombre entero de 29 años, había crecido junto a Antonio Gaudí y su dura agonía le estaba produciendo una amarga sensación de la que debía sobreponerse. A la vez que el médico redactaba el certificado de defunción, el hermano Ríu vistió el cuerpo del fallecido con el negro hábito de la Virgen de los Dolores y le colocó entre las manos dos rosarios, uno de ellos el que había rezado toda su vida. Mientras, el pequeño grupo de arquitectos reseñado anteriormente se repartió las diferentes tareas para ayudar en el molde. Unos extendieron un lienzo blanco envolviendo la parte superior de la mortaja para que no se ensuciase, otros alumbraban con lámparas. Gaudí era un devoto de La Virgen de los Dolores, nombre que también recibía la sala de Santo Tomás donde había sido llevado en principio tras el accidente.

César Martinell sostenía una taza con la solución oleosa con que Matamala pintaba la cabeza de Gaudí para que no se adhiriese el yeso. La orden era obtener simplemente la mascarilla, pero el escultor, una vez colocado un soporte en la espalda del difunto para que no se le doblara el cuello, debió pensar que tenía ante sí la oportunidad única de lograr un busto perfecto y prolongó el vaciado a toda la cabeza, en dos medios moldes de los lados derecho e izquierdo. Martinell sujetaba los hombros de Gaudí cuando Joan Matamala procedía a desmoldar la parte izquierda del rostro. Al efectuar la acción, el párpado izquierdo de Gaudí quedó enganchado a una pella de yeso de la máscara, se levantó y dejó al descubierto la pupila azul del maestro, como si desde otra dimensión quisiera enviar a sus ayudantes aquel último guiño cómplice. La obtención del moldeado duró hasta la una de la madrugada del viernes II, festividad de San Bernabé, la primera onomástica del único campanario que Gaudí vio terminado.


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