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Paseando con Gaudí por el Paralelo

 

En abril de 1905 se había inaugurado en el Paralelo el “Pabellón Soriano”, obra del arquitecto Audet, quien había tomado bajo su escuadra y cartabón la tarea de cambiar la calle Marqués del Duero y sustituir el gran número de cafés concierto y barracas, proliferantes por esa zona que se había dado en llamar el Montmartre barcelonés, por lujosas salas dignas de la gran capital que era ya Barcelona.

Unos años antes, Audet había dirigido las obras del “Gran Teatro Onofri”, propiedad de los reyes de la pantomima, junto a la iglesia de Santa Madrona. La sala, con capacidad para tres mil espectadores, abrió sus puertas en 1903 con la obra “El mar por tumba o el almirante ciego”, de gran éxito, pues desde siempre los barceloneses se habían sentido cautivados por esa forma escénica. En 1904 fue el teatro Apolo el que comenzó a ofrecer representaciones, y también Audet se encargó de dirigir la obra. L'Andreu Audet canviarà el Paral.lel , decía Gaudí.

Gaudí, en 1905, contaba con 53 años de edad y con muy poco tiempo libre. El templo de los josefinos, los continuos viajes a Mallorca y la colonia de don Eusebio no le dejaban tiempo para nada. Poco a poco había ido declinando las invitaciones de sus clientes y amigos, que tanto tiempo le robaban. A la vez cambiaba sus hábitos de vida y los iba haciendo más acordes con sus orígenes rurales. Esas costumbres recobradas, las avellanas, las infusiones de hierbas, las largas caminatas, la simplificación en fin de la parte de su vida familiar y privada, que no de la profesional, le hacía sentirse más ágil, menos embotado, con más ganas de trabajar, como si eso fuera posible. Además quería dedicarle más tiempo a su padre, pasear más con él, distraerle de las obligaciones que se había impuesto con la administración de los bienes del hijo y de la pena que le producía la afición de la nieta al Agua del Carmen.

Gaudí y su padre, don Francisco, en la tarde del domingo de abril, paseaban por la Barceloneta mientras soñaban el mismo mar, pero unos kilómetros más al Sur, el que bañaba las costas tarraconenses, con una luz más vívida, unas tonalidades más definidas y con un marco de olivos y avellanos que no se podía ver en la Barcelona fabril. Un mar que se adivinaba en el Mas, entre golpe y golpe a la caldera, que se olía cuando el viento del Este llevaba hasta Riudoms el olor y hasta el sabor del salitre, y que por fin podía vislumbrarse apenas caminando unos kilómetros.

Andariego impenitente, adaptaba el paso al ritmo del padre. Venían de l'Eixample, cuyas calles se empezaban a empedrar. Recorrían el paseo de Colón hasta las Atarazanas y enfilaron el Paralelo. Comentaban la mala suerte del Josep, el obrero que sufrió graves quemaduras en las piernas al caer en un depósito de ácido en la colonia de don Eusebio, y la generosidad de sus compañeros al donar la propia piel para evitar la amputación. Dos meses después del accidente, todavía el pobre hombre no había logrado vencer la infección y se temía por su vida. “La solidaridad que no venga de los obreros no llegará de ningún otro, Antoni”.

Don Francisco, que había pasado buena parte de su vida en Riudoms dando forma helicoidal a los alambiques por donde se destilaría luego el alcohol de la uva pequeña y fuerte del Camp, luchando con el fuego, se sentía impresionado siempre que paseaba por la Barcelona festiva, por las Ramblas, por el Paralelo. Esa tarde agradeció que el hijo quisiera ver la última obra de Audet. Se detuvieron un instante ante la fachada del Onofri y don Francisco se extasió ante la del Apolo. Hacía tiempo que no iba por esa zona y las luces artificiales, que ya comenzaban a titilear, deslumbraban sus sentidos formados en su alma de artesano acostumbrado a la belleza de las formas que él mismo imprimía a sus pequeñas obras, una belleza sencilla y limpia, ajena a aquella otra de las fachadas de los grandes teatros donde los hombres y las mujeres de Barcelona, los que llegaban de todas partes de Cataluña y aún de otros lugares más lejanos, atraídos por la leyenda, se divertían con los cómicos, los cuplés, el alcohol, el baile y el sexo.

Él se había permitido el año anterior ir a ver  la obra del dramaturgo José  Fola Igúrbide, “Emilio Zola o el poder del genio”, sobre el asunto Dreyfus, en el Circo Barcelonés, de la calle Montserrat. Se empezaba a hablar ya de “La Fornarina”, la “Flor de Té” como la llamaban los franceses, esa hermosa mujer que triunfaba en París y anunciaba actuaciones en Barcelona. Difícilmente, le decía al hijo, podrá “La Fornarina” superar a “La Chelito” y su baile de La pulga .

Su hijo estaba más atento a las tres chimeneas de La Canadiense, entre las calles Palaudarias y Vila Vilá. Sonreía pensando que pronto las de su templo las superaría en altura.

Pasaron por “El Peñón”, delante del Teatro Arnau, en la confluencia de Conde de Asalto y el Paralelo. Allí había un gentío variopinto que rodeaba algo o a alguien. Gaudí, más alto que el resto del grupo, pudo ver a un charlatán que vendía un elixir para estimular el apetito. Don Francisco se entretuvo echando unas monedas por la boca enorme de una rana, acertando cuatro de seis y, contento como un chaval, invirtió las ganancias en comprar unos barquillos para Antonio, aficionado a todo lo dulce, quien dio buena cuenta de ellos, dejando que los restos se posaran en sus solapas sin inmutarse, como ya iba siendo costumbre en él.

“Guaita, Antoni, El Lumière ”. La sala de proyecciones cinematográficas, novedad donde las hubiera, había sido instalada junto al café del Teatro-Circo Español. “Y proyectan las películas de Gelabert, ¿se acuerda, padre?, Fructuoso, el ebanista que trabajó para nosotros hace unos años. Él fabricó su propia cámara y comenzó a rodar con Biosca la salida de los fieles de una iglesia”. “Sí, de Santa María de Sants”.

Los dos Gaudí habían escuchado que en el café del Español tenía ahora su tertulia Salvador Seguí. Qué lugar este del Español, tres años antes se había decidido en su sala la Huelga General, y decían que Teresa Claramunt, oficiando de oradora, había acabado por convencer a los más de tres mil asistentes para que todos juntos se enfrentaran a la Patronal.

La noche se había enseñoreado del Paralelo y las luces de neón, parpadeantes, eran, en ellas mismas, un auténtico espectáculo. Marqués del Duero adquiría por momentos un ambiente de frenesí. Como si por arte de magia, la fuga de la luz natural hubiera abierto una caja de donde salieran personajes nuevos que sustituían a los que ya estaban allí. Como si todo el Paralelo fuera un gran escenario y hubiera cambiado el decorado. Pasó de ser un barrio más de un pueblo obrero a un gran salón mundano por donde discurrían los coches brillantes tocando el claxon y bajaban de ellos mujeres calzadas con altos tacones, labios rojos y perfumes que recordaban la mezcla que la abuela de Gaudí hacía macerando todas las hierbas y flores que encontraba allá en Santa Coloma de Queralt, su lugar de nacimiento, y donde él fue alguna vez en su infancia, en compañía de su madre, quedando impresionado por el gran palacio de los condes que ocupaba la parte más alta del pueblo.

Alrededor del “Pabellón Soriano”, en la acera contraria al “Peñón”, se arremolinaba un gentío mucho mayor. Por todo el barrio, desde las Atarazanas a la plaza de España, desde las Ramblas a Montjuich, se escuchaba una música potente que salía de la fachada del establecimiento. Se inauguraba el teatro de los hermanos Ricardo y Manuel Soriano y había sido invitada la crema de la burguesía barcelonesa. Hasta los Güell y los Comillas que por supuesto no acudirían, y no por las reiteradas críticas de Mosén Verdaguer, que empezaba ya a ponerse algo pesado con las fiestas mundanas, sino porque ellos no iban más allá del Liceo, ahora vecino del palacio de la calle Conde del Asalto, donde Gaudí había podido plasmar todo su ingenio sin ningún tipo de cortapisa.

Padre e hijo se acercaron y esperaron con paciencia a que la gente entrara a presenciar la función para poder contemplar la fachada. Otra vez le llegó a Antonio el olor de las hierbas de su tierra, ahora le parecía aspirar el perfume de la retama que ya estaría amarilla en los bordes de los caminos mirando al mar, azul como sus ojos. La fachada del magnífico teatro presentaba la forma de un marco cuadrado, enorme, en el que aparecía encajado un “orquestrión” adornado con molduras de colores fuertes, de todos los colores, aunque dominaba el azulón. Muchas figuras de tamaño natural habían sido animadas por artefactos que las hacían girar dándoles un aspecto entre patético y cómico. De sus bocas, sonrientes, parecían salir las notas musicales que atronaban a todo el Paralelo. “Hasta del Diablo se pueden obtener ideas. Audet canviarà el Paral-lel”, pensó de nuevo el maestro y, todavía embobado, tomó a su padre del brazo para acercarse a tomar un refresco de ajonjolí en la taberna “El Paralelo”, junto al local “La Pajarera Catalana”, donde se daban cita los amantes de la noche barcelonesa para ver revistas subida de tono.

Gaudí conocía a Ramona, la propietaria. Había tenido ocasión de probar su escudella y su fricandó en casa de José Comas, director del Observatorio Fabra, del Tibidabo, desde hacía más de un año, y en cuya casa Ramona trabajó de cocinera hasta que se casó. Entonces, el matrimonio Comas le prestó el dinero para que traspasaran la taberna, con la condición de que le pusieran el nombre de “Paralelo”. El señor Comas sabía que por allí pasaba esa línea ideal. Ramona accedió y con ese acto rebautizó el barrio. Había tenido suerte la buena de Ramona, pues hacía ya mucho tiempo que discurría por la calle el tranvía que iba de Sants al Puerto, en sus inicios tirado por mulas, y “La General”, empresa que lo gestionaba, había decidido fijar una parada delante de la taberna, antes de que ella se hiciera cargo del negocio.

Ramona, gozosa de ver por allí por primera vez al señor Gaudí y a don Francisco, corrió a la cocina para calentar una buena cazuela de fricandó , pero el arquitecto caminaba ya por la vida con una alimentación a base de nueces, pan con miel y pastelillos de San Antonio y no consintió, para sorpresa de la buena cocinera, probar el consistente guiso, del que sí dio buena cuenta don Francisco. Ramona se medio quejaba de la proliferación de anarquistas en el barrio, aunque, aseguraba, le dejaban buen dinero, no tanto como a la taberna “La Tranquilidad”, donde se reunía lo más granado del anarquismo.

Decía que en Marqués del Duero comenzaban todos los follones, a lo que no era ajeno el hecho de que en el Apolo, los domingos por la mañana, cedieran gratis el teatro para los mítines. “Eso no es malo, mujer, ya sabes cómo viven los emigrantes en Barcelona, han de despertar y reclamar para que se les tenga en cuenta. Este país nuestro está cambiando, un día será grande y fuerte, y hay que considerar a los que lo están consiguiendo”. “Ay, señor Gaudí, eso lo tienen que conseguir esos señores tan ricos e importantes que les encargan a usted sus casas”. “Eso lo hemos de conseguir entre todos, mientras no corra la sangre, la Iglesia también ha de implicarse. ¿Qué están haciendo ahí arriba, Ramona?”. “Otro teatro, ya ve usted, dicen que lo van a llamar “Cómico” y que tal vez lo dedicarán a representar zarzuela. ¿Quiere un vaso de leche recién ordeñada, señor Gaudí?”. “Venga esa leche, Ramona. Por cierto, hace mucho que no veo al señor Comas, ¿sigue fumando tanto?”. “Pues no sé, señor Gaudí, pero me han dicho que ha descubierto un astro nuevo”. “Un cometa, Ramona, un cometa”.

Ya de vuelta a casa, don Francisco, todavía con la boca caliente del guiso picante de la buena Ramona, reprendió a su hijo por lo que consideraba una salida de tono sobre lo que ya comenzaba a ser un problema, el de los anarquistas, no sólo en Barcelona, también en el resto de Cataluña. “¿Cómo le has dicho eso a Ramona, hijo?”. “Mire, padre, aún no sé qué es peor, si esa anarquía que de momento no veo peligrosa, o una burguesía que vuelve la cabeza a los terribles problemas que viven los pobres obreros. La caridad, escasa por otro lado, no basta. Si queremos una Cataluña grande, ha de ser con la ayuda de todos, y todos han de vivir con dignidad. Qué quiere, padre, habrá sido la rauxa. No se olvide que la gent del Camp es la gent del llamp ”.